Plaza de Lavapiés, una niña de unos cinco torpes años cae al suelo. Madrileños y turistas la miran desde las mesitas de las terrazas, con una pena inmóvil y contenida. Nadie se ha atrevido a ofrecer su ayuda, supongo, que por evitar contagios. Otro escenario: un hombre llama a la policía durante el confinamiento porque ve, desde su balcón, a dos mujeres que pasean por la calle desierta del barrio sin mostrarse apenas preocupadas. Si algo ha propiciado la presente circunstancia es un giro acelerado hacia el individualismo tanto en su vertiente activa como en su vertiente negligente.

Un virus altamente contagioso, además de invisible y que se manifiesta tras días de incubación: todo el mundo puede portarlo y no saberlo, y por tanto, todo el mundo es sospechoso. Esto causa que, probablemente de forma inconsciente, nos mostremos recelosos hacia gran parte de nuestro entorno: no conocemos al resto, así que dirigimos la mirada hacia nosotros mismos, valedores de la justicia y el bien. Y así, muy burdamente, enfrentamos el mundo del yo con lo que nos rodea, realizando juicios altamente parciales sobre el comportamiento que percibimos y que, aunque no sea así, consideramos que nos afecta como titulares de una pequeña parcela de un mundo compartido. Ocurre entonces que todo aquel que, por una razón u otra, pueda contagiarnos es elevado a la categoría de asesino de masas o, como mínimo, peligro para la salud pública. Cuando nosotros nos creemos con legitimidad para ejercer de jueces activamente sobre personas desconocidas en el metro con la mascarilla bajada (por ejemplo) no solo no nos preocupa el bien común, sino que pretendemos alardear de diligencia y responsabilidad cuando el heroísmo es tan asequible como lo es quedarse en casa o lavarse las manos entre otras cosas. Este individualismo que lapida o condena sin una perspectiva detallada es, por así decirlo, la piedra angular de una ética policial que subyace nuestro mundo en estos días. Ahora ya no solo ejercen control y seguridad las fuerzas del orden, sino que estas cuentan con el revestimiento de un raudo apoyo ciudadano que castiga y no previene, que se alegra pasionalmente de que según el “cada cual su merecido” se aporree a un muchacho que sale a hacer deporte saltándose las restricciones pandémicas. Como muchas veces ocurre, se individualiza el conflicto hasta convertirlo en un problema de malas personas con malas actitudes, sin ocuparnos mínimamente de analizar los criterios estructurales para que haya gente que muera a causa de una cuestionable gestión de los recursos o se relegue a cierto grupo social a la desdicha porque no hay tiempo para ellos ni para la vida digna. Y no hay más que dirigir la mirada hacia nuestra cotidianeidad para percatarnos de la incluso criminalización del infectado o del sospechoso de estar infectado: ¿Cuánto se ha invertido en sistemas de vigilancia y castigo proporcionalmente a lo que se ha reforzado el sistema sanitario? ¿Hasta qué punto a dicho hombre del balcón le preocupaba la salud pública?
Esta ética policial es a la vez partícipe de la negligencia social que nos atiene. Antes hablé de la facilidad del heroísmo hoy en día, cuando desde todos los puntos mediáticos se aplaude un contenido ético mínimo como es el evitar contagios en entornos muy transitados o el “quedarse en casa”. Ahora bien, una plaza entera que observa expectante a una niña llorosa en el suelo sin tenderle la mano no es buen síntoma social: este suceso delata la incongruencia entre la responsabilidad condecorada propia de la pandemia y la solidaridad real y efectiva en un momento en el que lo más inmediato es la posible torcedura de tobillo de una niña contra el bordillo asfaltado. Hemos creído que con la inmovilidad y la introspección vividas en marzo era suficiente, que el coronavirus era lo único, que la gente sin casa, los hambrientos o precarizados siempre lo iban a estar, y que, con eso, con quedarse en casa, “valía”. Grave error: si de algo debiera servirnos la pandemia es para incorporar los cuidados y la conciencia social hacia todos los rincones de nuestra vida en común y en soledad. Poner parches evita sufrimiento, mas no cambia nada: la esfera de lo político y lo personal aparecen siempre fundidas en una sola (no es coherente preocuparse por la salud pública y no atender a alguien lesionado en el momento en el que se es testigo de su accidente) y ¿qué hay más político que el incorporar a una niña del suelo? El resentimiento derivado de la pandemia no solo nos ha hecho suspicaces y acusadores, sino altamente inmovilistas.
Son momentos en los que el sujeto ha de privarse de su individualidad para entenderse como algo en contacto directo con las personas, ya sea a través del ejercicio de la empatía como simplemente del compromiso que nos ensambla en la colectividad. Tampoco debemos tratarnos a nosotros mismos como objetos pasivos, sino teniendo en cuenta nuestro potencial de ayuda y colaboración, para así, a través del entrelazado afectivo, crear un mundo menos hostil para todos, en el que seamos a la vez comprensivos con las personas mientras críticos con la sociedad; pacíficos y cordiales ante desconocidos anónimos a la vez que reticentes hacia la obligatoriedad de las normas positivas…Es evidente que la pandemia nos ha amenazado a condición de modificar nuestras formas habituales de relacionarnos: ahora que reina la incertidumbre por el vacío de costumbres tendremos que proclamar la ayuda al resto, el amor a los demás por encima de nosotros y no la sobreprotección del yo. Lo contrario será un error, y no hará falta pandemia para demostrarlo.